Bajo la escalera ajustándome el cinturón que me prestó mi viejo para la ocasión; justamente porque no suelo usarlo en mi vida cotidiana, me cuesta bastante hacer pasar la tira por la hebilla. Cuando era chico me sucedía algo parecido producto de la prisa con la que intentaba quitármelo a escondidas de mi madre. Tengo grabado a fuego el ruido del taconeo por la planta baja de la casa apurando a mi hermano y a mi viejo para llegar temprano a la iglesia. En ese entonces tenía sentido vestirse de fiesta.
Por lo general no íbamos a misa salvo que ese año se bautizara un primo o un vecino, en cambio los 24 de diciembre el párroco sabía que podía contar con nuestra presencia en la novena fila de bancos. Me recuerdo entonces, bajando corriendo estas mismas escaleras alfombradas mientras desprendía la hebilla que mi madre había ajustado previamente y luego tirando sin mirar el cinto a los sillones en el living escondido bajo el recodo de la escalera. En ese entonces podía hacer todo eso sin caerme tal como ahora lo estoy haciendo. Pienso rápido que las manos tienen que soltar la hebilla pero la gravedad me chupa al piso antes que pueda reaccionar.
El talón sale despedido del filo del escalón, siento como la alfombra me quema la parte de atrás del muslo a pesar del pantalón de vestir que llevo puesto. Termino de derrapar cuando la cola se asienta en el descanso y la nuca rebota contra un peldaño más arriba. Después no mucho más salvo los gritos interminables de mi madre que taconea de la cocina hasta la escalera.
Abro los ojos para evitar que se abalance sobre mí y me golpee más de lo que estoy.
- ¡Cómo te vas a caer así, Joaquín! Explicame qué mierda estabas haciendo para caerte de esa forma…Será de dios…No gano para sustos yo.
- No pasó nada, ma…Estoy bien…- veo su mano cruzar por mi cara- No pará…no me toqués…
- Dejame ver que te hiciste. Alberto, podés venir…
- Dejalo mamá estoy bien. Te podés tranquilizar…
Detengo la mano de ella con mi derecha. Por fin todo se aquieta: ella, completamente pálida a mi lado, el techo, las sillas, la mesa. Todo vuelve casi al mismo lugar.
- ¿Qué te pasó macho? ¿Te la diste? – dice Alberto al entrar en la escena- Vos anda para la cocina que se están pasando las papas para la ensalada…
Mi madre acepta su derrota y se va. Mi viejo me ayuda a levantarme despacio y a pesar de estar un tanto aturdido, no siento mucho dolor.
- ¿Seguro que estás bien? Mirá, no nos cuesta nada ir a hacer una consulta a la guardia.
- No viejo, fue un susto. No pasó nada…
Parado en el penúltimo escalón veo las tiras del cinturón colgando de cada lado. Lo ajusto y antes de que me insista camino a la cocina donde envuelvo un par de hielos en un repasador naranja. Mie siento en una banqueta al lado de la mesa del teléfono y me pongo frío en la nuca. Mi madre aprovecha para contarme la última de la vecina de enfrente.
En el comedor de la casa, mi vieja se encargó de armar una mesa larga con caballetes gentileza de la vecina que con el dinero de los negocios turbios de su marido se fue a pasar la Navidad afuera. La mesa ocupa casi toda la sala y para pasar hay que esquivar las sillas y las mesitas dispuestas para apoyar los dulces de la sobremesa. Echando un vistazo desde el umbral siento algo de emoción y vergüenza al mismo tiempo. La mesa está cubierta por un mantel rojo y una hilera de velas traza un sendero en el centro. Algo de esta escena repetida años tras año, me hace entender lo ficticio de la vida.
Siento el timbre de la calle y me apuro a repartir los miñones de pan. A eso de las diez estamos todos sentados a la mesa, las ensaladeras pasan surcando el aire de un lado para el otro con cierto apuro. Se escuchan conversaciones interrumpidas por la frase “alcánzame la de rúcula o la de zanahoria” una y otra vez más lejos o más próximo según donde aterrice el bols. Luego de la primera media hora, la emoción decae un poco y el murmullo tiende a ser más piadoso con las conversaciones suculentas.
Estoy sentando entre el esposo de una prima de mi vieja y mi primo más chico estratégicamente colocado en el caballete que sostiene la mesa. De vez en cuando lo ayudo a servirse para evitar que me patee las canillas al treparse en la banqueta. En eso estoy cuando mi viejo hace su entrada triunfal. Creo que sólo por eso todos los años rompe su juramente de no festejar más en casa. Por este simple momento en que entra con una fuente negra en la mano y pide un aplauso para el asador.
Todos festejan e incluso su hermano le grita alguna guasada. Alberto pasa y ofrece a cada uno de los invitados un choricito o recomienda cuál es la mejor porción de asado. No hay nadie que se atreva a discutirle sobre carne en su propia casa.
Yo cuando como no hablo. Es una costumbre que de chico adquirí y me impidió tener muchos amigos. Durante la primaria, las madres me invitaban a dormir a la casa de mis compañeros pero presumían, en mi silencio a la hora de la cena, una cierta melancolía por mi hogar. Algunas incluso llamaban a mis viejos para que me pasen a buscar preocupadas por mi supuesta tristeza. En realidad a mí no me pasaba nada pero nunca nadie me preguntó.
En mis 28 años la cosa no había variado demasiado y el marido de la prima de mi vieja pronto termina por darme la espalda y entablar conversación con mi cuñado. Entonces quedamos solos con el niño que tampoco está muy interesado en establecer un diálogo. De a ratos me pide Coca y yo no puedo negarme sin hablar, así que le sirvo. Cuando no quedó nada en su plato se levanto sigilosamente y se va. Es entonces cuando quedo plenamente solo.
(Continúa)
1 comentario:
dios!!! como sigue!!?? se quedo solo...y ahora?
Publicar un comentario