lunes, 22 de junio de 2009

SI EXISTE…



- ¿Qué puede pasar?- me pregunto cuando encaro la plaza desde una esquina en forma transversal.
Está oscura y fuera del plan de mejoras del municipio en vísperas de la elección. Camino al trote con mis botas de montar puestas y paso por le medio de un grupo de pibes concentrados en un faso.

-…lo loco es que todos fuman, sabes? Los abogados, los médicos, los pibes, todos fumando en la calle. Es el paraíso, man. Tenés que creerme.

Ninguno mira la bolsa de consorcio negra en mano derecha. Ni mis botas, ni mi campera de leopardo. Y con tristeza confirmo que he perdido el control sobre mi poder de hacerme invisible.
En el medio de la plaza se me da por levantar la mirada, frente a mí el reloj marca apenas las 18.10 de una tarde de sábado. Esquivando un montículo de tierra reafirmo en mi mano la bolsa cargada hasta la mitad y encaro el trecho que me falta hasta el cordón de la vereda. Desde allí la torre del reloj se eleva hasta el cielo y en ambos costados veo las ventanas en forma de arcadas.

- ¿Qué me puede pasar? –repito como conjuro. No sin un dejo de angustia.
Trepo los escalones de a uno en vez y entro al hall de la iglesia.Por supuesto está vacía y helada. Las pizarras repletas de patéticos avisos parroquiales. Uno dice: “Se ruega por favor guardar silencio” Y me pregunto cuanto tiempo está gente va a velar a Cristo, mi señor.
Hay pocas puertas a mi alrededor y todas están cerradas. “Por favor que no estén celebrando nada…” pienso mientras empujo con lo ojos cerrados la puerta que da a la nave principal. Para variar, no lo están.
Examino el lugar como un taxidermista: el altar está lejísimos, el cirio apagado y parece que hay una capilla a la izquierda. Siempre me gustaron más las capillas y al parecer a la Virgen también. Debe haber por lo menos cincuenta bancos delante de mí. Todos vacíos salvo uno en el que dos viejos miran absortos el crucifijo.
Una pareja con dos chicos pequeños salen al tiempo que camino hasta el ante último banco. La madre reta en susurro a la nena que se ríe de la mueca de su hermano. La sala se vuelve al vacío cuando ellos se van.
Me quedo en uno de los corredores sosteniendo la bolsa y sin saber muy bien qué hacer. Intento recordar alguna instrucción en mi educación católica acerca de cómo efectuar una donación. Pero recuerdo nada, menos el motivo por el que volví después de tantos años a una iglesia.
En el fondo una figura comienza a moverse y descaradamente viene hacia mí. Se viste igual que el padre Grassi: reglamentario suéter gris, camisa celeste, pantalón pinzado. Me pregunto sin mucha precisa si debería huir, esconder el escote, dejar la bolsa tirada en el piso y salir corriendo. Pero por el contrario, camino al encuentro del tipo taconeando. No le quito la vista de encima y al parecer él tampoco porque acelera el paso encorvado. Es canoso y pálido.
Sonrió con la misma sonrisa que ensaye para el día de mi primera comunión. De blanco por primera y última vez frente a un altar. Lo miro y le digo:

- Hola, quería dejar esta ropa para…
- Bien…- me dice mientras mira con asco primero mis botas y después mi campera.
- ¿Buscabas algo más?

No tengo mejor idea que responder “A Dios. Como todos supongo…”
- Acabas de encontrar lo que estás buscando…- me dice por lo bajo.
- ¿Perdón?- le escupo en la cara.
- Mira piba – me dice- Mientras Dios no de la cara por al tierra; yo soy lo que estas buscando.
El tipo me saca la bolsa que apenas llegué a levantar con la fuerza de un ex boxeador. Al parecer por su pinta, él también se pasa lustrando las copas de consagración que otros lograron.